“Y la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol siete veces mayor que la luz de siete días, el día que soldará Jehová la quebradura de su pueblo, y curará la llaga de su herida.” [Isaías, 30:26].
Juguemos un poco con las cosas de la Biblia a ver qué conclusiones irreverentes se pueden extraer con ayuda de las implacables leyes de la física. Antes de nada, me gustaría advertir al lector creyente en las pamplinas religiosas del peligro inminente que supone para su mente pura traspasar la línea que marca este párrafo. Así pues, a partir de aquí, querido, ya no habrá retorno y te condenarás sin remedio. Advertido quedas.
Bien, si has llegado hasta aquí, espero fervientemente que disfrutes todo lo que te voy a contar y ojalá la perorata sirva para que de una vez por todas abandones tu fe ciega en los asuntos de Dios y del Demonio y empieces por fin a creer en la ciencia, esa luz en la oscuridad, la terrible oscuridad de la ignorancia y la sinrazón.
Tomemos el versículo de Isaías con el que he comenzado este post. ¿Qué significa exactamente semejante frase? Para una mente científica un tanto cachonda y desquiciada como la mía (y espero que también la de muchos de vosotros) está claro. Significa que el Cielo está recibiendo de la Luna tanta radiación como la que la Tierra recibe, a su vez, del Sol. Además, como el Sol brilla 7 x 7 = 49 veces más de lo normal, la conclusión es que la radiación recibida por el Cielo es 50 veces mayor que la que nos proporciona el Sol a los desamparados seres que habitamos en este triste valle de lágrimas.
Creo recordar que en algún post anterior os he hablado acerca de los cuerpos negros (no, no son esos cuerpos negros en los que estáis pensando). Dicho en términos muy sencillos, se trata de un modelo que utilizamos los físicos para describir un cuerpo que es capaz de absorber toda la radiación electromagnética que incide sobre él. Al mismo tiempo, se comporta de tal manera que la radiación que emite es una función de su temperatura. Estos cuerpos siguen la llamada ley de Stefan-Boltzmann, que relaciona la energía emitida por los mismos con su temperatura. Para que se alcance el estado de equilibrio el cuerpo negro debe absorber tanta energía como la que emite. Así pues, si se considera el Cielo como un cuerpo negro perfecto, debe perder calor en forma de energía térmica radiada a un ritmo 50 veces superior al que lo hace la Tierra, ya que también lo absorbe a un ritmo 50 veces superior. La conclusión es más que evidente. Ved y creeréis: aplicando la anteriormente aludida ley de Stefan-Boltzmann se obtiene fácilmente la temperatura a la que se debe encontrar el Cielo de los cristianos, sin más que tomar como temperatura de referencia para la Tierra unos 27 ºC. El valor arrojado por la física es justamente de 525 ºC. A esta temperatura, ¿quién va a querer ir al Cielo cuando se muera? ¿Por qué Dios ha creado el Paraíso para los que le son fieles a una temperatura semejante? ¿Es que nos va a proporcionar a las buenas personas trajes ignífugos?
Casi mejor prefiero el Infierno. Y no penséis que esto que digo es una afirmación gratuita. Muy al contrario, todo lo que aquí afirmo está pensado, meditado y razonado profundamente. Veréis. Resulta que las sagradas escrituras no son demasiado prolíficas a la hora de proporcionar datos fidedignos sobre la temperatura del Averno. Sin embargo, no resulta demasiado descabellado suponer que ésta no debe exceder de los 445 ºC, ya que de nuevo la física nos dice que este es el punto de ebullición del azufre, es decir, la temperatura a partir de la cual el sulfuroso elemento abandona su estado líquido para pasar a convertirse en gas. Efectivamente, según el Libro de las Revelaciones, en su capítulo 21, versículo 8 dice así:
“Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.”
Nadie me negará que no está claro. El Infierno es un lago de fuego y azufre, y si es un lago, lo normal es que el azufre se encuentre en estado líquido. La moraleja que salta a la vista es que ni el mismísimo Dios ha puesto el cuidado necesario en hacer más soportable la temperatura de su aburrido Cielo y ha creado su antítesis nada menos que 80 ºC más fresquito. Lo justito para que las diablesas y otras criaturas de mal vivir estén suficientemente calentitas pero, en cambio, no te abrasen como los angelotes y querubines sin sexo…
NOTA: Este post formará parte del VII Carnaval de la Física. Es el primero de una trilogía. Al final de la misma, enunciaré las fuentes. No se admitirán comentarios con SPOILERS ni tampoco de creyentes furibundos.
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