Un científico o científica tiene incentivos para desarrollar su carrera. Lograr proyectos de investigación, formar jóvenes investigadores, lograr financiación, conseguir admisión de patentes… Y, por supuesto, publicar. Nada es ciencia hasta que no esté publicado. Y no en cualquier sitio, sino en revistas al efecto, no dirigidas a la población general sino a aquellos que trabajan en el mismo campo. Revistas con un filtro previo; en las que otros científicos leen, corrigen, juzgan y finalmente admiten el trabajo de sus compañeros y compañeras de profesión (lo que se llama revisión por pares o peer-review).
Gracias a todo ello crea el científico su currículum.
¿Ves en esos méritos algo relacionado con comunicar sus investigaciones a la población? No hay nada. No reciben ningún mérito por divulgar a la población general. A pesar de que no es fácil traducir una investigación a lenguaje asequible, hacerla llegar a través de un medio adecuado, convertirlo en un hábito… Además, muchos investigadores no creen que sea necesario, o ni siquiera se han planteado la necesidad de hacerlo, o directamente piensan que no es posible.
Descuidar la faceta divulgadora en la ciencia, no premiarla convenientemente, puede tener graves efectos. Como ilustra el caso del “Climategate“, en el que quedaron expuestos archivos y mails cruzados entre investigadores que participaban en un estudio sobre el cambio climático. Su trabajo no fue escrupuloso y existía el miedo de que la opinión pública perdiera confianza en que esta cuestión esté científicamente zanjada, y bien zanjada (a pesar de que no es así para grupos de presión empresariales, que actúan a través de medios de comunicación y personajes públicos capaces de perseguir intereses espurios). Fue un caso en el que un equipo investigador, actuando mal, deja en entredicho, ante cientos de millones de personas, tanto miles y miles de horas de buen trabajo de muchos otros como lo sólida que es la evidencia acerca del cambio climático.
Una oportunidad para los que pretenden engañar a la población en beneficio propio, que da alas a los escépticos climáticos y permite rediscutir algo que está científicamente zanjado.
Y eso ocurre porque las encuestas dejan claras dos tendencias muy profundas, y contradictorias, en la opinión pública.
- Por un lado, la gente confía en los científicos. P.ej., cree firmemente en el cambio climático de origen antrópico y quiere que las administraciones hagan algo al respecto.
- Pero por otro, evalúan información procedente de muchas fuentes, la mayoría no científicas. Y las evalúan como si fueran equivalentes. Normalmente en función de intereses personales y creencias previas (como, p.ej. fiabilidad que concedan a la fuente no científica por otras cuestiones).
Ya se han dado pasos, pese a todo. Los científicos asumen que han de suministrar información a la administración y a los políticos que están al frente. Y que sea clara, fiable, relevante, útil y a tiempo. Todo ello ya sí es un mérito investigador que puede uno incluir en su currículum.
Pero esa línea tropieza con un problema. Sin dejar de ser clara, fiable, relevante, útil y a tiempo, esa información debe incluir lo que más odia un gestor: las incertidumbres inherentes a la ciencia. Y ante tales incertidumbres, un gestor atenderá aquello que más le preocupa: la opinión pública. Esa misma que está desatendida. Obviamente, generar información sólo para gestores y políticos es algo incompleto, algo que aún requiere más.
Requiere aumentar la confianza de la población en las fuentes de información científica, que consultarlas se convierta en algo habitual, estar capacitada para hacerlo.
Y eso precisa rediseñar los méritos que un científico pueda adquirir, de modo que sea normal pensar cómo contar a la gente (claro, breve, sencillo) lo escrito en artículo para una revista.
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