La cruzada fue una idea del papa Urbano II, quien a finales del siglo XI realizó su famoso llamado en Clermont para que todos los hombres capaces de empuñar un arma se sumaran al esfuerzo de recuperar Tierra Santa para la cristiandad, arrebatando Jerusalén a los musulmanes. Independientemente de lo legítimo o ilegítimo de este objetivo, muchos respondieron a esta llamada de la Iglesia, marchando hasta Oriente Medio con lo que ellos pensaban -y así lo garantizaba la Iglesia- que era una misión divina. El resto de la historia es bien conocida: matanzas, guerra, saqueos, abusos… nada que se parezca a lo que Jesucristo pudiera en su día recomendar a los hombres. El resultado final fue un efímero Reino de Jerusalén que Saladino se encargó de destruir hace sólo unos años, en 1187.
Pero la manipulación religiosa a costa de las cruzadas no ha terminado, ni mucho menos. El Papa de Roma no tiene reparos en declarar la cruzada cada vez que ésta sirve a sus intereses, y de este modo se ha dado rango de cruzada a la reciente campaña contra los almohades en al-Andalus o contra los cátaros en el sur de Francia. En este último caso, la consideración de cruzada para la campaña contra los cátaros ha dado lugar a una guerra civil entre nobles del norte y del sur de Francia por la posesión los territorios de Occitania, donde la lucha contra la herejía sólo es una burda excusa para la conquista de territorios que pertenecen a otros señores. Esto ha puesto a monarcas de intachable comportamiento cristiano en la tesitura de tener que elegir entre el deber para con la Iglesia o el deber para con sus vasallos amenazados, como en el caso del tristemente fallecido Pedro II de Aragón, apodado El Católico y que, sin embargo, ha perdido su vida en combate contra los cruzados de Simón de Monfort en Muret.
Y aún hay una consecuencia más indeseable de este fervor cruzado que se ha desatado por Europa: tal y como informamos en este número de Noticias de la Historia, miles de campesinos y desarrapados ignorantes han hecho suya la idea, y ahora mismo recorren las tierras de Europa en lo que se ha dado en llamar la Cruzada de los Niños, sin rumbo ni orden, muriendo de hambre y necesidades por los caminos, a capricho de las bandas de maleantes que no dudan en asesinarles para robar lo poco que puedan poseer y de los traficantes de esclavos, que no tienen reparos en vender a estos cristianos pobres en los infames mercados sarracenos. Se trata de un movimiento social que escapa de cualquier control, causado sobre todo por el estado de pobreza e incultura absolutas de la masa campesina, sin nada que perder excepto una vida de miseria y calamidades. Puesto que ni la Iglesia ni los señores feudales parecen interesados en resolver este problema desde su origen, difícilmente dejaremos de contemplar el triste espectáculo de estos parias vagabundeando por nuestros campos y ciudades, creyéndose caballeros cruzados o mártires de la fe, cuando únicamente son víctimas de un sistema social injusto.
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